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TALLER DE LECTURA PARA 1101, 1102, 1103 Y 1104
UNA TARDE DE CLASES
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TALLER DE LECTURA PARA 1101, 1102, 1103 Y 1104
LEA EL SIGUIENTE TEXTO DE CLÍNTON RAMÍREZ JUNTO CON DOS MIEMBROS DE SU FAMILIA. LUEGO ELABORE UNA REFLEXIÓN CRÍTICA SOBRE SU CONTENIDO, EN CUATRO PÁRRAFOS.
ENVÍEME LA REFLEXIÓN ESCRITA A MI CORREO jotacemedina@hotmail.com ANTES DEL SÁBADO 20 DE JUNIO.
UNA TARDE DE CLASES
Por Clinton Ramírez C.
Los bachilleres de antes tenían
buena comprensión lectora. Leían bien, comprendían, sabían encontrarles las
patas escondidas a la lectura. Ese «antes» puede ser ubicado, sin abusos, a
mediados del siglo XX, o más atrás, en plenas hostilidades bélicas. Todavía
leían y comprendían sin afugias los recibidos en los sesenta, quienes en la
siguiente década egresarían, al menos el 8% de ellos, de algunas universidades
públicas. Algunos llegaron a ser mis profesores.
El diploma de un bachiller
constituía un motivo de orgullo no solo familiar. Los hombres, por ser la
mayoría dentro de una minoría, eran los grandes partidos. Amarrar a un
bachiller otorgaba distinción, representaba un seguro contra los años, tal vez
una suerte de resignación. Ni se diga de un profesional: médico, ingeniero,
abogado. En Ciénaga, donde tengo a casi toda mi familia, en el año sesenta del
siglo anterior, 2 de cada 10 bachilleres fueron mujeres. Estas eran ya, en ese
año, el 50.48% de la población, pero marchaban a la zaga en los estudios, sobre
todo universitarios, algo que cambiaría significativamente en las siguientes
dos décadas. Hoy, ellas son de lejos la mayoría en la composición de un salón
de clases.
Los bachilleres de antes venían
de Salamanca, de lugares vecinos o algo más distantes. Esa Salamanca,
prestigiosa y recurrente, poca relación guardaba, por supuesto, con la Isla de
Salamanca, franja de tierra costera entre el mar Caribe y la Ciénaga Grande de
Santa Marta, en el norte de Sudamérica. Esos bachilleres, duchos en tantas
faenas, prescindían de abrir mapas o hundir teclas de celular, como ahora, para
resolver problemas o zanjar discusiones. Ellos sabían dónde quedaba la dichosa
Salamanca. Sus cabezas eran calculadoras veloces y precisas. Sacaban raíces
cuadradas o cúbicas, hombres y mujeres, mientras marchaban a las tinajas de los
abuelos a beber agua fresca, recitaban poemas sin mancar acentos, conocían
locuciones en latín, aparte de tener ordenadas en la cabeza las horas de nacimiento
y muerte de los presidentes del país. Todos se preciaban de la caligrafía y de
la ausencia en ella del menor fallo ortográfico. Alguien, a los veintidós años,
en Ciénaga, se pegó un tiro una tarde en el traspatio de su casa, en
inmediaciones del estadio de béisbol. Todos suspendimos el fútbol en el solar
vecino, y corrimos a ver. La razón del acto se supo a la nada. La novia le
restregó en cara su mala ortografía, su pésima letra.
Sería un error tomar mi ejemplo
de Salamanca, sobre la solvencia de los bachilleres de antes, como la defensa a
ultranza de la educación antigua, que a ella igual le apretaban los zapatos, se
le llovía el techo. Pero, sin importar la cantidad de piedras lanzadas contra
ese pasado educativo, es innegable que un bachiller de los tiempos de los
abuelos, o digamos de mis padres, comprendía y explicaba sus lecturas, sumaba
sin ayudas y escribía el nombre y la dirección de la casa sin meter la pata.
Había, sí, los lentos, los indisciplinados, o los desertores, que decidían
hacer mundo a temprana edad. A algunos de este último grupo les fue bien. Mi
abuelo, por orear un caso cercano, con tres años de bachillerato, tuvo siempre
a su cargo la administración de las mejores fincas bananeras en los tiempos de
la United o la Frutera de Sevilla. Mi padre, con primaria completa, fue un
técnico bastante competente de IBM, primero en una clínica de Ciudad de México
y luego en un hospital de Caracas, donde conoció a mi madre, enfermera de
profesión. En Miami, ciudad en la que se jubiló a principios de este siglo,
trabajó en una oficina del Citybank, en la división de transacciones
internacionales, en cuyo sistema de control introdujo varias mejoras.
Ahora, en estos tiempos de
estados digitales y de enfermedades globales –coronavirus–, con tasas de analfabetismo
de un dígito, es excepcional encontrar en un bachiller un aceptable nivel de
comprensión lectora. La mayoría fracasa en el nivel literal. Argumentar,
exponer, les cuesta la vida a cada cuatro de cinco. Ninguno de los bachilleres
de antes –más hombres que mujeres–, seguros de sus títulos, de sus cartones,
enmarcados y colgados en lugares visibles de la sala, acudía a la calculadora
del vecino de pupitre al contar 2 más 3, ni buscaba la ayuda del colega de la
oficina al recibir el memorándum del nuevo jefe. Ahora, ni con todos los dedos
de las manos las cuentas cuadran. Pedirle a un chico o una chica de quinto o
sexto semestre leer y explicar un párrafo de seis o de diez palabras es motivo
de disgusto, causal de mala actitud docente, la cuota inicial de una
conflagración civil.
¿Alguien quiere iniciar la
lectura? Empecemos en el tercer párrafo de la página 2. Sí. Ese. Tiene seis
palabras.
La mayoría pierde el habla al
enfrentar un texto semejante. Las disculpas crecen sin pudor. Tienen malas las
amígdalas. Olvidaron los lentes de leer. A alguien, en el fondo del salón,
celular en mano, le faltan las copias. ¿Eran para hoy? Termina siendo normal,
entre los lectores estilo presentadores de televisión, que ignoren dos o tres
de las seis palabras del párrafo de la discordia. Le es indiferente distinguir
una conjunción adversativa de un verbo en pretérito. ¿Es importante eso?
Solicitarle al joven de turno una lectura, literal incluso, además de ser una
excentricidad, ofende al poner en duda la capacidad intelectual de los chicos.
Ellos son lectores semióticos, no literales, argumentarán algunos colegas.
Ellos están para leer el mundo, no para identificar una idea en un párrafo. Tal
extralimitación de funciones es merecedora de la consabida carta al buzón de
sugerencias, a ver si las directivas se pellizcan al elegir el cuerpo
profesoral. La importancia de leer el mundo no niega explicar, sin embargo, el
sentido inmediato de un párrafo. Es una rutina necesaria antes de pasar a
explorar otros posibles sentidos.
«Usted me pidió leer», señaló la
chica a quien le propuse identificar la idea del párrafo de las seis palabras.
Leyó con buena dicción, eso sí, y la vista fija en una imaginaria pantalla,
pero se negó a seguir con el ejercicio. «Ya cumplí, pida a otro eso».
Se sentó, cruzó las piernas, le
pasó las copias a otro compañero y tomó el celular del pupitre para contestar
un WhatsApp.
¿Seguimos? ¿Alguien quiere
explicar?
Nadie quiere explicar, menos
comentar o discutir el sentido de la lectura más allá de la literalidad del
párrafo de un cuento de tres páginas.
«Profe», me pide alguien, «mejor
ponga un video».
«Eso te sucede por dártelas de
profesor», me replicó Vera Fernández, vecino de cubículo, al referirle el
episodio. Hombre curtido y práctico, próximo a la jubilación, no se da mala
vida.
«¿Qué esperas, nene?», me soltó,
a mansalva. «Esta no es tu revoltosa universidad. La docencia de estos tiempos
exige otras virtualidades», enfatizó. Sin quitarme la mirada acuosa de encima,
echó mano al borrador y luego al eterno texto de cálculo integral. «Así
aprendemos ahora, sin saber nada. Hay tiempo de enderezar el camino».
Vi salir a Vera Fernández, alto,
corpulento y seguro, al pasillo de baldosas negras y blancas, algo gastadas.
Varios colegas de su generación, de vistosas canas y olorosos a fuertes
colonias, comentaban entre chanzas el nuevo gol de Cristiano Ronaldo, ahora en
la Juve, en el Calcio, como dicen mis alumnos futboleros.
Renuente a entender, mordido en
mi orgullo, me volví hacia la ventana del jardín. Pensé en mis títulos de
posgrado. Mis cartones, encarpetados en orden, me servían solo para cobrar bien
por unas clases que a nadie le interesaba tomar. ¿Qué pensarían mis abuelos si
supieran que se partieron el lomo para que yo coleccionara títulos inútiles?
¿Dé que sirven las mil y una didácticas si el grueso de los estudiantes se
niega a leer, a escribir, a formarse? Ninguno de mis abuelos me quiso ver de
futbolista. Querían un doctor o un hombre de letras.
El «ahora», en la boca vivaz de
mi exprofesor Vera Fernández, me acompañó una buena parte del descanso. El
hombre no solo me enseñó cálculo durante dos semestres en mi universidad, sino
que, en los ratos libres, leía en voz alta con nosotros cuentos o crónicas para
completar la hora, según decía. Sin una perspectiva más amable a la mano,
aparté la mirada de crotos, helechos y heliconias, para enfrentar la pantalla
del portátil, resignado a teclear otro texto inútil, quizá consolador, uno más
en la línea de «Cervantes, ¿precursor del realismo sucio?» o «El judío de
Venecia: una cuenta pendiente». Miré mi reloj. Cerré el aparato luego de
escribir cinco párrafos y algo más de quinientas palabras.
Me esperaba, en diez minutos,
una última clase de dos horas.
Santa Marta, 25 de marzo
de 2020.
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